Éste no es el luminoso París de turistas y estudiantes. Es la ciudad subterránea y gris de los emigrantes, de los que perdieron toda esperanza es su propio país. Son vidas alumbradas por la intensidad de sus desgracias, por el colorido recuerdo de valles y colinas que nunca acaban de dejar atrás. Son salvajemente jóvenes en todo, en su ansiedad ante el amor y la patria perdida, en la velocidad con que agotan las botellas de vino y vodka y la simplicidad y compasión con que se entregan al sexo. Puros y desdichados, sus historias son brutales y hermosas como en un relato ruso.