Hace muchos años visité semanalmente un colegio de niños en las afueras de Medellín. La idea era leer con ellos literatura infantil. Recuerdo que al comenzar la hora leíamos poesía. Me impresionaba ver el gusto con que la oían. Versos como La princesa está triste, qué tendrá la princesa / La princesa no ríe, la princesa no siente / La princesa persigue por el cielo de oriente / La libélula vaga de una vaga ilusión, los leímos muchas veces.
Pienso que ese gusto de los niños por la poesía se debe, tal vez, a que para ellos el lenguaje no es todavía la gastada herramienta con la que engañan a los demás y se engañan a sí mismos. Jamás sentí que la poesía fuera para los niños extraña ni difícil; cuando leímos Arbolé, arbolé / seco y verdé nunca me preguntaron qué quería decir arbolé, pues ellos mejor que nadie saben que arbolé sólo quiere decir arbolé, y si algo más, seco y verdé. Leímos pues a Rubén Darío y a Silva, a Pombo, a García Lorca y a Martí, a Gabriela Mistral.